Aborto

Gallardón o la violencia «democrática» contra las mujeres

Lo peor de Gallardón no es su posición contra el aborto, sino que sea un hombre el que encabece la ofensiva conservadora para volver a fijar los límites de lo que es o debe ser una mujer, y que parezca dispuesto a usar el monopolio de la violencia del poder del Estado para obligarla a respetarlos.

Como la sobrecarga en lo doméstico, los techos de cristal en el espacio público y las amenazas a la libertad personal o sexual que sufren las mujeres no logran frenar su emancipación, la derecha aprovecha la crisis para agudizar las desigualdades reduciendo las medidas de conciliación en el mercado de trabajo y recortando las políticas sociales.

A nadie se le escapa que la gente sortea la crisis evitando sobrecargas que dificultan su permanencia en el mercado de trabajo y que una de las fórmulas es reducir la descendencia y retrasar su llegada, ni que uno de los métodos más reaccionarios para que las mujeres permanezcan en el hogar es aumentar el tiempo que dedican a la crianza.

Qué mejor forma de lograrlo que incrementar los partos no deseados cuestionando la píldora del día después y la madurez de las mujeres para decidir si quieren culminar sus embarazos. Dice que defiende «la libertad de la maternidad» para no decir que pretende imponer la maternidad sin red de apoyo a todas las embarazadas. Un bonito ejemplo de su forma de quitar derechos aparentando que los defiende.

Los derechos reproductivos de las mujeres son, junto al acceso a la educación y la incorporación al mercado de trabajo, pilares en los que se asienta su autonomía y cuestionarlos desde el Gobierno es un acto de violencia institucional contra ellas y contra la igualdad entre los sexos.

Un ataque a las libertades que sienta un peligroso precedente de sometimiento del Estado a los postulados ideológicos de la jerarquía eclesiástica, que empobrece la democracia y busca criminalizar la libertad que se deriva de la discrepancia, obligando a asumir maternidades y paternidades que no han sido buscadas ni deseadas y devolver (en especial a las mujeres) a unos niveles de inseguridad física y jurídica que creíamos superada.

Estábamos tan acostumbrados a medir la pervivencia de la violencia contra las mujeres a partir del número de asesinatos o denuncias por malos tratos que se producen cada año o, afinando mucho, a partir de las desigualdades en los usos del tiempo, que cuesta creer que la violencia machista que busca limitar las libertades de las mujeres y reducir sus oportunidades proceda del uso «democrático» de las instituciones del Estado.

Los hombres por la igualdad sabemos que no basta con constatar que nuestra presencia en las manifestaciones del 25 de noviembre hace tiempo que ha dejado de ser anecdótica, con saber que los micromachismos son el caldo de cultivo en el que germinan, se desarrollan y se legitiman las desigualdades, ni con llevar con nuestros mensajes a los hombres que Josep-Vicent Marques denominaba varones sensibles y machistas recuperables.

Sabemos que los hombres podemos y debemos oponernos a esta ofensiva contra las libertades en todos los frentes, poniéndole cara a la igualdad compartiendo los cuidados al tiempo que pedimos la igualdad de derechos para asumirlos y que se usen los que tenemos, convencidos de que contribuyen al cambio personal, relaciones más solidarias, paternidades equivalentes y la igualdad de oportunidades ante el mercado de trabajo. También sabemos que podemos contribuir a evitar la mayoría de los embarazos no deseados.

Gallardón, es ese hombre que en tal mal lugar nos deja al resto del colectivo, ese Ministro de Justicia que nos pone tan difícil confiar en una justicia ya muy desacreditada y nos avoca a manifestar nuestra repulsa frente a todas las iniciativas, da igual que tan legales sean, que persigan incrementar las desigualdades por medio de presiones y violencias de intensidad variable tratando de convertir en papel mojado las conquistas hoy reconocidas por las leyes.

José Ángel Lozoya Gómez

Miembro del Foro y de la Red de Hombres por la Igualdad.

El aborto en el túnel del tiempo

El aborto en el túnel del tiempo

José Ángel Lozoya Gómez
Miembro del Foro y de la Red de Hombres por la Igualdad

A finales de 1978, en Valencia, una amiga me contó que pertenecía a un grupo que hacia abortos clandestinos para luchar por su legalización y me pidió prestado el piso para hacer los que tenían concertados para esa tarde. Accedí porque no encontré ningún motivo para negarme, sin imaginar que ese acto de solidaridad me iba a cambiar la vida.

Esa tarde conocí a un grupo de mujeres valencianas, andaluzas y gallegas, asustadas y dispuestas a enfrentarse a lo desconocido con tal de interrumpir un embarazo no deseado para retomar una vida que se había visto absolutamente alterada por la noticia de su gestación.

Las chicas que practicaban los abortos, sorprendidas por mi habilidad para ayudar a estar relajadas a las mujeres que esperaban turno para ser intervenidas, me ofrecieron ver un aborto y me propusieron integrarme en su grupo, a lo que accedí porque planteaban una batalla para ampliar las libertades en la que valía la pena participar.

En el largo año que duró mi experiencia, interrumpida en Sevilla por la policía, que acabo en juicio, condena e indulto, conocí a más de mil mujeres de todas las edades, ideologías, nivel económico o cultural, y provincias españolas.

La mayoría confesaba estar en contra del aborto hasta que su embarazo venciera sus resistencias, cada mujer tenía unos motivos para abortar, pero siempre eran lo bastante poderosos como para que cada una de ellas estuviera dispuesta a arriesgar su libertad y su vida. Podían ser condenadas con seis años de cárcel y la imagen que tenían del aborto clandestino era realmente truculenta.

Unas abortaban porque no querían ser madres en ese momento y otras porque no «podían» serlo. Estas últimas hubieran llevado a término sus embarazos de contar con el respaldo necesario, social o de sus parejas.

Recién legalizada la anticoncepción su uso era aún minoritario. En casi todas las familias había algún hijo del doctor Ogino y la manida promesa masculina del «confía en mí cariño que yo controlo» demostraba ser de una fiabilidad muy limitada.

La práctica totalidad de los embarazos eran el resultado de eyaculaciones irresponsables en relaciones sexuales físicamente satisfactorias para los hombres y solo ocasionalmente para las mujeres, que no obstante siempre cargaban con las consecuencias. Esta constatación nos llevo a defender la difusión y uso de la anticoncepción y promover una educación sexual igualitaria que cuestionase el modelo sexual dominante.

Una educación sexual que me llevo a cuestionar la pobreza de la sexualidad masculina, que oscila entre el placer y el dar la talla, y esta pobreza me llevo a cuestionar los modelos masculinos tradicionales, es decir el machismo y sus manifestaciones.

A principios de los años 80, en una reunión de clínicas de abortos estimábamos en unos cien mil el número de los que se practicaban en España (la Fiscalía hablaba de 300.000) una cantidad que ha ido saliendo a la luz con la legalidad y creciendo al ritmo de la población. La legalización disipó las tinieblas de la clandestinidad, el riesgo para la salud de las mujeres y la indefensión de quienes los practican, pero no ha logrado un descenso significativo de los mismos porque no se ha avanzado nada en la educación sexual.

Hoy, cuando parecía que las mujeres habían consolidado su derecho al voto, el acceso a la educación, al mercado de trabajo y al control de la natalidad, la victoria del PP nos recuerda que todas las conquistas son reversibles, y en el caso del aborto nos obliga a desempolvar viejos argumentos: que la legalización no recomienda ni obliga, que el derecho de los fecundadores a opinar no puede prevalecer sobre el de las embarazadas, que si los hombres parieran el aborto sería legal, que se cuestiona la capacidad de decisión de las mujeres porque se las quiere mantener a ellas y a sus cuerpos bajo control, que si ellas son las que pueden parir,  suyo es el derecho a decidir.

Indigna que se opongan al aborto las mismas personas que se oponen a la educación sexual, al control de la natalidad, a los servicios sociales y las que exigen a las mujeres anteponer el cuidado de sus hijos o familiares dependientes a su desarrollo personal en lugar de exigir a sus parejas corresponsabilidad en lo Doméstico.

Gallardón promete que ninguna mujer ira a la cárcel por abortar, lo mismo que decía el PSOE de principios de los 80, pero entonces eso significaba un avance y hoy es un serio retroceso.